lunes, 6 de agosto de 2012

Olaza de calor Cap. 3

Cap. III Un mal sueño
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- Ya sé que era una broma, ¿creías que soy tan tonto como para creérmelo? Por favor. Sabía de sobra que era una de tus bromas, ésas que sufro cuando estás... no me lo digas... ah, sí, aburrido.
John se encontraba realmente enfadado, tanto que perdió el control, dándole una patada a una silla que se cruzó en el camino entre él y su habitación.
Sherlock se quedó por un momento mirando la puerta que tan fuerte se había cerrado, pensando que John había sido desmesurado. Y volvió a tumbarse, cerrando los ojos y quedándose dormido sin quererlo.
De repente se vio en un restaurante, con John sentado al fondo, solo. Quiso acercarse, pero sus pies no se separaban del suelo. Quiso llamarle, pero su voz no le respondía. Así que hizo lo que la situación le permitía, observar.
No tardó demasiado en llegar una chica joven, de rasgos suaves y facciones simétricas. Agradable incluso para él.
Saludó a John con un rápido beso en los labios y se sentó a la mesa. Una extraña sensación invadió al moreno, algo que no había experimentado antes. Pero siguió observando. Pudo ver la sonrisa de John cuando la chica cogía su mano. Sus miradas despreocupadas.
Sherlock quiso acercarse de nuevo, pero seguía anclado al suelo.
Todo se volvió negro y una nueva escena apareció ante sus ojos.
Era una casa en Navidad, por el exceso de adornos y el árbol lleno de regalos. De pronto, un par de niños bajaron corriendo por las escaleras, directos a los regalos, rompiendo el papel de envolver sin consideración. Dos figuras adultas aparecieron sin prisa por las mismas escaleras. Eran John y la chica del restaurante, pero con alguna cana más en su rubia cabellera. Otra vez le invadió ese sentimiento. Intentó tocarle, pero su cuerpo se desvanecía al contacto. Lo intentó de nuevo, pero el resultado fue el mismo. Entonces comenzó a gritar, tan fuerte como sus pulmones le permitían. - John, quédate conmigo, John, te necesito, John... una lágrima rebelde se deslizó por su mejilla hasta el suelo. En ese momento, los ojos de John se volvieron para verle. Pero en ellos no encontró consuelo. Sólo encontró dolor. Oyó como su corazón se rompía en mil pedazos. Todo se volvió blanco…
Se despertó cubierto en sudor. Ahora podía imaginarse lo que John sentía cada noche al despertar de sus pesadillas. Era horrible. Su cuerpo temblaba, y no podía controlarlo, lo que le angustiaba y le hacía temblar todavía más. Entonces se acordó de lo vivido en el sueño, y pasó un dedo por donde debía haber pasado la lágrima. Y ahí seguía.
Sherlock se sobrecogió, y le atacaron pensamientos que en algún momento había considerado livianamente.
A veces pensaba cómo sería ser como el resto. Pocas veces, porque realmente no le interesaba demasiado.
Cómo sería una aburrida vida yendo cada día a un aburrido trabajo en una aburrida oficina.
Una vida donde la mayor emoción del día se concentrara en un programa de televisión barata.
Un apartamento cursi, una pareja metiche y facturas que pagar. Hijos tal vez, un perro y una vejez.
Nada de eso iba con él, nada, hasta que lo conoció a él. Y todo cambió.
¿Qué era ese sentimiento? Esa pesadumbre, ese… dolor. No encontraba explicación a su pérdida de control, y lo traía de cabeza.
- ¡John! – dijo en casi un suspiro. ¿Se habría despertado el doctor con tanto jaleo? ¿Realmente había estado gritando o sólo había sido el sueño? Tenía que comprobarlo.
Se dirigió hasta la habitación de su compañero, tan silencioso como su pie le permitía. ¿Seguiría enfadado?
Abrió la puerta con suavidad, y pudo ver sobre la cama a un John dormido, estirado, ocupando toda la superficie, con la cara distendida por el sueño.
La cara de Sherlock, tensa mientras se acercaba a la cama, se relajó en una sonrisa, y levantó su mano hacia los labios de John, pero se detuvo a medio camino. No quería interrumpir su sueño, ahora que podía disfrutar de él. Tantas noches había sufrido por sus pesadillas. Sí, Sherlock Holmes sufría por su compañero. Otra cosa que sumar a la lista de incomprensiones.
El pie empezaba a dolerle, y decidió tumbarse en la alfombra, cerca de John, pero no demasiado cerca.
Justo cuando acababa de dormirse, el cuerpo del mayor giró hacia el lado de la cama más cerca de él, dejando caer un brazo. La casualidad quiso que sus dedos quedaran a un milímetro de los de su amigo. Y así pasó el tiempo, hasta que uno de los dos despertó.

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