- Está mal.
- John, te
estás llevando media patata...
- Ya cállate
Sherlock. Hazlo tú si eres tan listo.
- Trae. Vuelve
a las ocho.
John fue a dar
una vuelta. Qué otra cosa podía hacer.
Pasó por una
tienda de antigüedades y algo llamó su atención.
……………………………………………………………………………………………
Mientras, en casa...
- 1/4 de
pollo, no, 1/2 pollo
- Patatas
- Laurel
- Sal
- Pimienta
- Orgasmo, que
diga, orégano. En qué estaré pensando - dijo volteando los ojos.
- Sí. Parece
que tiene buen aspecto...
- ¡Agh!
Definitivamente no sabe como se ve.
- Maldita sea.
Son casi las ocho. Qué hago, qué hago... - por primera vez en mucho tiempo no
encontraba la solución a un problema.
- Piensa,
Sherlock, piensa...
- ¡Ay! Un
dolor punzante le desconcentró. Lo cierto es que llevaba varios días con
molestias, pero no le había dado importancia. Además, si John se enteraba le
obligaría a guardar cama, y eso le aburría terriblemente. Casi prefería el
dolor.
Se dispuso a
cocinar de nuevo.
- No puede
saber peor que antes... - suspiró.
John entró en
la casa y fue directo a la cocina. Todo estaba manga por hombro.
- Sherlock,
¿dónde estás? – dijo elevando la voz.
Escuchó cómo
alguien le llamaba a lo lejos.
Cuando John le
vio, su corazón dio un vuelco.
- Sherlock,
¿qué te pasa? ¿Qué te duele? – su tono expresaba una gran preocupación.
- John... era
lo único que alcanzaba a decir.
El menor se
encontraba de rodillas junto al inodoro, donde había vaciado su estómago.
- Hay que
llevarte al hospital.
- Noo...
- Vamos a ir y
sin rechistar – dijo con tono firme. Y no se escuchó nada más.
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Ya en el hospital...
- Ha tenido
mucha suerte, Señor Holmes. Hemos tenido que intervenirle de Peritonitis. Si
llega a tardar un poco más hubiera muerto. Suerte que vive con el Dr. Watson y
lo trajo a tiempo.
La cara de
John era un poema. No sólo podía haber perdido a su compañero, algo que le
aterrorizaba, sino que, además, siendo médico como era, no se había percatado
de la situación.
Cuando el
médico se hubo marchado, un Sherlock cabizbajo miraba fijamente sus manos,
esperando una lista de reproches que no llegó.
- Le diré a la
Señora Hudson que venga a cuidarte. Y acto seguido desapareció tras la puerta.
Sherlock se
quedó en shock. No supo qué decir. Cerró los ojos con fuerza esperando que todo
fuera un sueño, pero no funcionó.
- Lo he
fastidiado todo, de nuevo - pensó.- Ahora John me odiará para siempre, se irá
de mi lado y no volveré a verle.
Se maldijo una
y otra vez, enfadado consigo mismo. Tenía que haber algo que pudiera hacer,
algo... pero qué.
John paró en
un parque antes de llegar a casa. Necesitaba pensar sin que nadie le
interrumpiera.
- No confía en
mí. No confía en mí - gritó más fuerte, tanto que las palomas de su alrededor
volaron despavoridas.
- No es su
culpa. Él es así.
- Pero duele
tanto...
Alzó la mirada
y lo vio. No podía ser verdad. Se dirigía a casa, a buscarle seguramente.
John dudó un
instante, pero Sherlock se cayó de repente y no hubo más tiempo para dudas.
Se acercó a él
con paso acelerado. Se le habían saltado algunos puntos, pero no era vital.
Además, estaba consciente.
- J...
- No hables -
dijo tajantemente.- Sé que te cuesta confiar en la gente - prosiguió - igual
que sé que me quieres tanto como yo a ti. Puede que no entienda cómo funciona
tu mente, pero entiendo tu corazón, porque latimos a compás.
Y ahora te
llevaré a casa, te curaré, te acostarás, y yo me disculparé con el hospital por
haberte escapado. Y sin dejar de mantenerle entre sus brazos, llamó a un taxi.
Sherlock
estaba atónito. La verdad es que no tenía fuerzas para discutir, pero aun
habiéndolas tenido, tampoco lo habría hecho. Todo lo que le había dicho era
verdad, y tenía que admitirlo, aunque no quisiera.
- Me quieres
tanto como yo a ti - repetía en su mente una y otra vez de camino a casa.
Desde que John
lo hubo metido en el taxi no se habían dirigido la palabra ni la mirada. Era
frustrante. Sherlock quería hablar, decirle que tenía razón, que había sido un
idiota al no contarle lo que le pasaba... pero tenía miedo, demasiado miedo a
un futuro sin John. Por eso calló. Calló mientras le curaba la herida, calló
mientras le colocaba el pijama, y calló mientras le arropaba.
- Buenas
noches Sherlock – dijo un cansado pero amable John. Por mucho que quisiera, sus
enfados eran efímeros, y más tratándose de su compañero.
Pero éste
siguió callado. No parecía él mismo. Y John lo supo, como siempre lo había
sabido.
Se tumbó junto
a Sherlock, lo abrazó, y éste se dejó hacer, acurrucándose en el pecho del
soldado.
John besó su
frente y le dijo con la voz más dulce que Sherlock hubo escuchado a lo largo de
su vida:
Nunca te
abandonaré, siempre te querré, y si tú no puedes hacérmelo saber, yo lo haré
por los dos.
Y Sherlock se
acercó a sus labios, cerrando el trato con sabor a té.
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Al día siguiente…
- Lo había
olvidado. Ayer vi esto y… pensé que te gustaría.
Sherlock saltó
a su lado y lo cogió como un ninja.
- ¡Sherlock,
no saltes! ¡Qué voy a hacer contigo! – dijo resignado negando con la cabeza,
pero feliz al ver que volvía a ser el de siempre.
- No te
preocupes, mi médico sabe cómo curarme – dijo burlón mientras abría la cajita.
– Oh, qué bonito… ¿qué es? – preguntó intrigado señalando el interior.
- Es un puzle
de ingenio. Pero como no comas, duermas y te dejes curar te lo confisco – dijo
con tono serio.
- De acuerdo.
Lo prometo – dijo imitando el tono de John. Y lo agradeció con un fresco beso
deseado desde el despertar. Cuando el mayor abrió los ojos, lo vio ya en el
sofá, tumbado cuan largo era, jugando con total concentración.
- ¡Qué he
hecho! – dijo entre risas bajas.
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